
En el año 2006, el representante municipal de Neza, una barriada de Ciudad de México con más de dos millones de habitantes, decidió que para hacer de los miembros de su cuerpo policial mejores personas debían adquirir el hábito de la lectura. Como si fuesen estudiantes les proporcionó una lista de libros de lectura obligatoria entre los que se encontraban: El Quijote, la bella y simbólica novela de Juan Rulfo Pedro Páramo, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, El principito, Cien años de soledad y otras obras de Carlos Fuentes, Ágatha Christie y Edgar Allan Poe. Creía el jefe de policía que así sus agentes adquirirían un mejor vocabulario, accederían a nuevas experiencias a través de la lectura y finalmente obtendrían un beneficio ético, pues arriesgar tu vida para salvar las vidas y las propiedades de otras personas requiere de unas convicciones profundas. Esperaba el representante que el contacto con la literatura hiciese que sus agentes estuviesen más comprometidos con los valores que habían jurado defender.
Es una idea tan romántica que lamentablemente me parece inmersa en el anacronismo, pero contiene una lógica obvia: No basta con poner la mano sobre un libro para jurar que cumplirás con tu obligación si nunca has abierto uno para que te enriquezca.
Durante el siglo XIX los trabajadores de una fábrica de tabaco en Cuba decidieron pagar entre todos el sueldo de un compañero para liberarlo del trabajo de liar puros habanos y que así pudiera leerles durante su rutinaria jornada laboral. Les leía periódicos y libros y sus compañeros, que en su mayoría eran analfabetos, se descubrieron entusiastas lectores «de oidas». Las obras de Alejandro Dumas se contaban entre sus favoritas de tal manera que los trabajadores, maravillados tras escuchar las aventuras de El conde de Montecristo, le escribieron una carta al autor pidiéndole permiso para dar su nombre a un cigarro puro. Desde entonces la marca de habanos «Montecristo» luce su nombre en honor de aquellas lecturas y se ha convertido en uno de los habanos más conocidos y caros del mundo.
Cuando Umberto Eco escribió El nombre de la rosa, decidió que el bibliotecario de la abadía en la cual transcurre la acción de la novela sería un trasunto de Jorge Luis Borges, uno de sus autores favoritos. Así nació Jorge del Burgo; un bibliotecario intransigente, ciego y amante de los libros que sin embargo se negaba a aceptar que su idolatrado Aristóteles hubiese escrito un tratado sobre la comedia, y mezclando intransigencia y ardor religioso estaba dispuesto a asesinar a quien intentase saber demasiado sobre su existencia.
No nos ha llegado el citado tratado, si es que realmente Aristóteles lo escribió, pero en mi biblioteca, como una nueva vuelta de tuerca al guiño de Umberto Eco, El nombre de la rosa descansa lomo con lomo con la Poética de Aristóteles. Y me parece algo tan natural que siento que no podría ser de otra manera.
Tres pequeñas anécdotas que ilustran lo enriquecedor, lo divertido, lo bello, lo emocionante, lo conveniente, lo imprescindible que puede resultar en estos tiempos de confinamiento, coger un libro entre tus manos y sumergirte en la aventura de leer.